A las 8:10 de la noche del jueves, tras más de una hora encerrada en su casa por la tormenta que inundaba Managua, Martha Patricia Rivera escuchó un ruido seco, como un trueno. Venía de arriba, de la parte más alta de esta barriada capitalina, “18 de Mayo”, un caserío empinado, levantado sobre un cauce, habitado por la miseria. Esta barriada vecina de un residencial de clase media, de la que la separaba un muro. Ese muro cayó por la fuerza de la tempestad, y el ruido seco que escuchó Martha Patricia era el de las casitas de cartón, plásticos y cinc oxidado desmoronándose debajo de él y una pesada capa de barro. Arrasadas quedaron tres viviendas, todas habitadas a la hora de la tormenta. Enterrados quedaron los vecinos de Martha Patricia. El derrumbe dejó nueve muertos.
“Una se compadece, una siente el dolor de los demás”, dijo Martha Patricia sentada en las afueras de su casa, una choza minúscula, localizada en la zona debajo de la tragedia.
Más abajo, en una de las calles principales de esta barriada, estaban tendidos en el adoquín los primeros cinco cadáveres que los rescatistas lograron sacar del derrumbe. Las frazadas ocultaban el último gesto que tuvieron estas personas en vida, la mayoría niños y jóvenes: Jenny Rayo Estrada (15 años), José García Estrada (17), Douglas Orozco (19), Oscar Guzmán, el más pequeño de las víctimas (6) y Yolanda Talavera, la abuela de esta familia.
La oscuridad de la barriada era disipada por las luces de las cámaras de los medios de comunicación, los focos de los bomberos, la Policía Nacional, el Ejército y Defensa Civil, cuyos miembros intentaban identificar a los muertos. Decenas de curiosos se arremolinaban en esta callejuela lodosa, y entre la multitud se distinguía el crudo llanto de los familiares que reconocían a sus seres queridos debajo de las frazadas platinadas.
“¡Ese es mi hijoooooo! ¡Ayyyy Dios, sos un mentiroso: me robaste a mi hijo!”, reclamaba, entre furia y llanto, Nohemí. La mujer estaba inconsolable. Otros familiares la retenían para que no se lanzara sobre su pequeño sin vida.
Una mujer identificada por sus vecinos como Nohemí llora la muerte de su hijo. Carlos Herrera/Confidencial.
“Cuidado, cuidado. Todos atrás”, demandaban los oficiales de la Defensa Civil que metían en bolsas plásticas a los cuerpos para trasladarlos al Instituto de Medicina Legal. Hacía menos de dos horas que la tragedia se había instalado en el barrio, después de un aguacero que también afectó 200 casas en otros 10 barrios de los distritos IV, V, VI y VII de Managua. Sin embargo, la peor parte sucedió en esta barriada que en el último año ha multiplicado su crecimiento, copando así las laderas de un cauce con chabolas, letrinas y llantas viejas rellenas de tierra para detener la corriente que corre por el lugar.
La consternación unió a esta nutrida comunidad que se desbordó a ayudar a sus pares. Pero el desastre los superó. Ni siquiera los equipos especializados de los bomberos (armados con mazos, sierras eléctricas y prensas hidráulicas) pudieron, hasta muy entrada la madrugada, destruir el enorme muro que sepultó estas improvisadas viviendas. Casi al amanecer, los cuerpos de los desaparecidos comenzaron a ser rescatados. Uno a uno, tres nuevos cadáveres surgían de lodazal.
El muro perimetral que separa el reparto Lomas del Valle del asentamiento consta de una base de piedras canteras y encima losetas. Colapsó, según los vecinos, a eso de las ocho de la noche. Hace once meses Confidencial visitó este barrio y describió la precariedad en la que vivían estas familias. Aquella vez el fontanero Luis Alvarado comentó que los Gabinetes de la Familia del gobierno del comandante Daniel Ortega, les habían dicho que “era peligroso” habitar ese lugar, pero no les propusieron otra alternativa para reubicar el hogar. Únicamente les recomendaron cavar una letrina. Ahora, durante la tragedia, los Gabinetes de la Familia estaban trabajando en paralelo a las autoridades especializadas en rescate. Llevaban a un albergue a los pobladores del asentamiento y manejaban con secretismo los avances y las cifras oficiales de las víctimas registradas. Solo ofrecían información a los medios oficiales, Canal 8 y Radio Ya. Los bomberos eran los que soltaban una que otra información al resto de la prensa, entre ellas la que catalogaron como un “milagro”: dos niñas fueron rescatadas con vidas tras el alud y trasladadas al Hospital Infantil La Mascota, de la capital.
“No conozco ni al secretario político”
Familiares lloran al reconocer los cuerpos de sus seres queridos. Carlos Herrera/Confidencial.
Sentada afuera de su casa, Martha Patricia contaba sus tragedias: está desempleada y dice que vive en el 18 de mayo porque no tiene otra opción. A su lado, Esther Patricia, su hija de 15 años, escuchaba en silencio la narración de la mujer, su temor y sus quejas, al igual que Álvaro Hernández, un muchacho moreno, delgado pero macizo, con un año de vivir entre estas chabolas. Dijo que nunca una autoridad se ha acercado para conocer sus necesidades, para ver las condiciones en las que habitan, para advertirles del peligro. “Aquí nadie nos ha hecho caso, ni Defensa Civil ha venido.
Al Secretario Político del Frente Sandinista ni lo conozco, sólo a la hora de la tragedia se aparece”, dijo el joven, vendedor de pan y padre de una niña, Josmary, de un año. Hernández habita, junto a su hija y esposa, Kenia, a cinco casas de la tragedia. Dijo que si él pudiera ver al presidente Daniel Ortega en persona, le diría “que no nos deje abandonados, que no vea sólo a los que tienen billetes”. Hernández aseguró que esta es la segunda ocasión que el muro que separa la barriada se derrumba, sin que las autoridades hicieran nada la primera vez que ocurrió.
Al Secretario Político del Frente Sandinista ni lo conozco, sólo a la hora de la tragedia se aparece”, dijo el joven, vendedor de pan y padre de una niña, Josmary, de un año. Hernández habita, junto a su hija y esposa, Kenia, a cinco casas de la tragedia. Dijo que si él pudiera ver al presidente Daniel Ortega en persona, le diría “que no nos deje abandonados, que no vea sólo a los que tienen billetes”. Hernández aseguró que esta es la segunda ocasión que el muro que separa la barriada se derrumba, sin que las autoridades hicieran nada la primera vez que ocurrió.
Mientras los vecinos comentaban la tragedia que enlutó a este asentamiento capitalino, arriba, a varios metros de altura, los bomberos y equipos de rescate trabajaban intensamente para encontrar a los desaparecidos. Las labores eran difíciles por la cantidad de barro arrastrada hasta la zona —un terreno empinado en el que era muy fácil deslizarse—, la oscuridad y la intensa humedad. Varios periodistas se arrimaban alrededor de la zona acordonada, buscaban las mejores tomas, esperaban que hubiera una señal, tal vez un milagro, o simplemente la notificación del encuentro de un cadáver. Todos esperaban también que Fidel Moreno, secretario de la Alcaldía de Managua y leal funcionario de Rosario Murillo, jefa de hecho del gabinete de Gobierno, diera unas declaraciones, una explicación, la información de las medidas que tomarán las autoridades. Moreno no paraba de hablar a través de un celular, mientras sus guardaespaldas impedían a los reporteros hacer preguntas. Sólo los medios oficialistas pudieron acceder al funcionario.
Tras horas de limpieza, los rescatistas decidieron usar perros de rescate, que husmearon hundiendo los hocicos entre el fango, intentando no quedar atrapados, mientras los hombres bombeaban el lodo y al menos dos docenas de ellos limpiaban la zona con palas. En sus rostros, sudados y ojerosos, se veía la desesperación de un trabajo ingrato: no saber si encontrarán a alguien con vida o desenterrarán más cadáveres. Esto último fue lo que ocurrió. Una mujer, desesperada, lanzó un grito a lo lejos –“¡Se nos vino la pared encima!” – esa misma pared que los rescatistas intentaban romper. La pared que por meses separó dos realidades distintas que conviven en Managua prácticamente sin tocarse: el boom de las residenciales de la nueva clase media, con la miseria de una barriada que la muerte visitó este jueves en forma de terrible tormenta. CONFIDENCIAL